Cuando la tristeza se muda de día
Atardecer en La Habana, Cuba. Foto: Glenys González |
Miré hacia atrás. Ya nada era perfecto. Una línea, que antes recta, se había vuelto diagonal por culpa de mi tropiezo. Y todo porque en vez de patas la mesa del centro tiene ruedas.
Ruedas. Así es como pudo deslizarse con mi leve interrupción. Recuerdo que cada golpe es a futuro una mancha que aspira a algún tipo de color violeta pero queda en un gris, y pienso en el próximo trofeo de este descuido. Sigo con las elucubraciones y reparo en que esta vez la tristeza no se ha mudado de casa; se ha mudado de día. Llegó con 24 horas de antelación y ha convertido este sábado en uno sin sabor.
Porque no ha nacido nadie que defina este gusto.
Hay quien la ha presumido amarga, y es solo por leyes asociativas que relacionan lo amargo con lo detestable, cuando se prefiere lo dulce.
No. No es amarga; tiene el sabor del pensamiento que te corroe; dulce, amargo, ¿qué más da cuando no es bienestar?
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